lunes, 4 de julio de 2011

Cuento "Treinta y cuatro lauchitas" de Elsa I. Bornemann

Griselda no tenía hermanitos. Vivía con su papá y su mamá en una hermosa casa de dos pisos, acaso demasiado grande para ellos tres. Griselda se sentía muy sola. Por eso, quería tener algún animalito con quien jugar. Pero cada vez que les pedía a sus padres: - ¿Me regalan un gato? - ¿Puedo traer a casa un perro? - ¿Me compran un canario? - su mamá le respondía: -Los gatos se afilan las uñas en los sillones… -Los perros arruinan las alfombras… -Los canarios dan mucho trabajo…
Y así siempre.
Griselda estaba triste.
Los días de lluvia, dibujaba –con el dedo- mariposas sobre las ventanas húmedas. Los días de sol, corría al patio a pintar tortugas de tiza sobre las baldosas…
Pero los animales dibujados no saben jugar. Ni siquiera protestan si uno les hace pata demasiado corta o una oreja de más. Y Griselda seguía triste.
Una noche –mientras se estaba cepillando los dientes antes de ir a la cama – escuchó un ruidito nuevo que provenía del zócalo del baño.
Se arrodilló y prestó mucha atención. Sí: era un ruidito que nunca había oído antes… -Cric… Cric… Cric… Cric…
De pronto, vio una fina colita negra que salía de un agujero del zócalo, justamente de allí donde faltaba la mitad de un azulejo. ¡Y la cola bailaba!
Griselda se quedó quieta y esperó. Al rato, la cola desapareció. Después de unos minutos, una lauchita negra se asomó temerosa.
Griselda no podía creer lo que estaba viendo: ¡Una lauchita en su casa! -¡Qué suerte! ¡Ahora sí que tengo un animalito! –pensó.
Esa noche, se durmió feliz y soñó que su laucha salía de paseo con sombrero y manifalta.
Desde entonces, Griselda empezó a esconder –todas las noches- un pedacito de queso para su amiga. Lo guardaba en un bolsillo de su camisón. Antes de ir a dormir corría a su encuentro y comía apurada, antes de volver a su cuevita. Pero una vez, Griselda no escucho su cric-cric-cric-cric… La llamó repetidas veces, con el acostumbrado silbidito… y nada…
Trajo queso gruyere, queso roquefort y queso crema… y nada. Su lauchita  había desaparecido.
Los lagrimones de Griselda resbalaron por la pechera del camisón y se juntaron en el bolsillo, hasta empapar los pedacitos de queso restantes.
A la mañana siguiente, la nene tuvo una gran idea: escribió un cartel y lo colgó en la puerta sin contárselo a sus padres. ¡Claro, si se los contaba no iban a darle permiso para colgar tal cartel! Decía Así:
¡HE PERDIDO MI LAUCHITA, ES NEGRA Y CON CARA DE BUENA, LE GUSTA MUCHO EL QUESO.
QUIEN HAY ENCONTRADO UNA ASÍ DEVUÉLVAMELA, POR FAVOR!
GRACIAS, GRISELDA.
A la media hora, el timbre de su casa empezó a sonar una y otra vez. Al leer el cartel, todos los vecinos cazaron las lauchitas que pudieron y fueron a llevarlas a la casa de Griselda.
Algunos las trajeron en canastas, otros en cajas de zapatos y hasta hubo una viejita de blusa con puntillas que colocó su lauchita dentro de una copa de cristal.
Los padres de la nena estaban desesperados: -¿ Qué vamos a hacer con treinta y cuatro lauchas???
Pero Griselda no los escuchaba. Ella sólo quería recuperar a su amiga de larga colita y cara de buena. Las miraba una por una, buscando la suya.
De pronto –y cuando ya estaba a punta de ponerse a llorar desconsoladamente- oyó un cric-cric-cric- que provenía del baño y corrió hacia allí.
¡Qué alegría! ¡Ahí estaba su querida lauchita negra tratando de entrar nuevamente en la cuevita del zócalo!
-Ah, pícara… -le dijo- te habías ido de paseo sin avisarme… Tuve miedo de que te perdieras… ¡Por fin regresaste! –y en un platito del juego de té de sus muñecas, le ofreció una riquísima porción de queso de rallar.
Desde ese día, la lauchita no volvió a escapar de la casa y Griselda ya no se sintió sola.
Haciendo de tripas corazón, sus padres le dieron permiso para tenerla pero –eso sí- pusieron un nuevo y enorme cartel en la puerta de calle que decía así:
TENEMOS TREINTA Y CUATRO LAUCHITAS PARA REGALAR SON NEGRAS Y CON CARAS DE BUENAS. QUIEN NECESITE ALGUNA, TOQUE EL TIMBRE, POR FAVOR!
Ya saben: si alguno de ustedes quiere tener una lauchita, no tiene más que ir a la casa de Griselda y pedirla. ¡Me parece que todavía les deben de quedar unas cuantas…!
                       

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